Sunday, September 30, 2012

Viajar de Europa a Estados Unidos

Viajar entre Europa y Estados Unidos se ha convertido, desde los fatídicos ataques del 11 de septiembre de 2001 a Nueva York y Washington, en una verdadera complicación. Las nuevas medidas de seguridad en Estados Unidos para prevenir algo que es tan difícil de prevenir, como lo es la voluntad de algunos para morir haciendo el mayor daño posible, no han servido para disuadir a los terroristas, pero eso sí, han servido para hacerle la vida más pesada a miles de inocentes viajeros que tienen que pasar controles interminables y casi desnudarse. Hay que quitarse los zapatos, los cinturones, las chaquetas y rebecas, los pañuelos de cuello para que los agentes de seguridad comprueben que no llevamos explosivos en la ropa interior.

Mi propio periplo y odisea personal en los aeropuertos, irónicamente, no empezó con los ataques del 11 de septiembre, sino mucho antes, por lo menos tres años antes, allá por el 1998. A partir de ese año y sin saber por qué, al volver a Estados Unidos me empezaron a detener en el proceso de entrada en el control de pasaportes. Desde entonces me doy mucho tiempo en las escalas para evitar perder los vuelos de conexión que es lo que me pasaba al principio. Y ya no hago por viajar siempre de regreso con mi marido porque su presencia no ayuda, con él o sin él me siguen deteniendo.

El proceso da miedo, sobre todo si a uno nunca antes lo ha detenido la policía. Y es que el área de control de pasaportes tiene unas habitaciones que no se ven fácilmente a simple vista y que operan como centros de detención de los que uno puede salir y seguir rumbo a su destino o quedarse atrapado. De momento he tenido siempre la suerte de salir "ilesa" del proceso y regresar a mi casa sin mayores inconvenientes, salvo tener que esperar entre quince minutos o una hora o más en los cuartos de detención.

En los últimos dos años, sobre los escritorios de los agentes de control de pasaportes en la mayor parte de las ciudades de Estados Unidos, han colocado unas enormes pantallas en las que se nos asegura que los agentes están para ayudarnos, que son gentiles y magnánimos y nos ponen vídeos de personas de todos los tipos, razas y religiones en una hermandad que el planeta tierra no conoce todavía. Y ahí estamos, los que esperamos, aturdidos muchas veces por el brutal cambio horario, en las inmensas colas a que los agentes nos den el beneplácito y nos den permiso de entrar a ese país que los estadounidenses consideran el mejor país del mundo.

Fotos de banderas en uno de los pasillos del aeropuerto de Chicago



Pues bien, en su gran mayoría, los agentes de los controles de pasaportes en Estados Unidos son exageradamente antipáticos y le tratan a uno, a los extranjeros, como si fuéramos tontos, imbéciles o simplemente, ciudadanos de tercera o cuarta o quinta categoría. Suelen ser atorrantes, no sonríen, se muestran prepotentes, a veces ni contestan a las preguntas que se les hacen. Y esos son los "simpáticos" de los escritorios de entrada porque los que esperan en los cuartos de dentro, adonde nos llevan retenidos a algunos con suerte, como yo, son aún más antipáticos, si cabe.

Llevo ya 16 años viviendo en Estados Unidos y tengo una estadística personal muy amplia y puedo asegurar que casi todos los agentes de inmigración de Estados Unidos, cortados casi todos por el mismo patrón, son antipáticos, desagradables y prepotentes. Salvo dos casos, ambos en el aeropuerto de Chicago, el resto han sido espantosos. Y a los dos casos que me refiero es uno, un hombre grandón, muy rubio y de grandes bigotes que parecía sacado de una historia de Astérix, que al ver todo el papeleo, reflejado en los miles de sellos que llevaba en el primer pasaporte con el visado para casarme, me dijo que lo entendía perfectamente, que es un proceso largo e infernal por el que había pasado con su esposa, una extranjera de Vietnam. Aquel hombre sonreía, era capaz de mostrar empatía, un encanto.

El segundo fue el único agente, claramente latino de origen, tuvo a bien explicarme por qué, desde 1998, me detienen casi cada vez que entro en Estados Unidos. Al parecer, me dijo, hay una maleante por ahí con mi mismo nombre y mi mismo día de nacimiento (no importa que mi nombre completo sea María del Mar y que mi apellido sea García-Valdecantos, un apellido compuesto. Para los servicios de inmigración de Estados Unidos soy María García, de ahí que utilice Mar Valdecantos en todos aquellos documentos que puedo, para que no me coloquen el María García que es como no tener nombre porque hay miles, millones de Marías Garcías en este mundo). Hay que tener mala suerte y que haya tantas casualidades, esa otra no sólo tienen un nombre parecido al mío sino que vino al mundo el mismo día que lo hice yo, un 6 de febrero. Por culpa de esa otra mujer, que desconozco de qué país es, a mí me detienen, y me hacen esperar hasta que se comprueba que no soy ella o que ella no soy yo, según se mire.

Y como no hay modo en este mundo para evitar que lo metan a uno en las listas negras de Estados Unidos, y menos aún para que aún siendo claramente inocente lo saquen a uno de las listas, pues a aguantar se ha dicho y desde luego a no usar el teléfono móvil en las salas de espera de los centros de detención de los aeropuertos. Además de ser tratados como ganado delincuente, el uso del teléfono en los centros de detención está totalmente prohibido, a saber por qué. Si uno trata de llamar a los familiares que esperan del otro lado para avisar que habrá un retraso en la llegada, o para cancelar el servicio de taxi, porque claramente el avión de conexión se ha ido mientras comprueban que uno no es quien ellos creen que es, los agentes se lanzan al infractor como si de un verdadero terrorista se tratara. En varias ocasiones he visto escenas de pánico con duros enfrentamientos de los agentes con aquellos pobres que no leyeron los carteles que avisan de la prohibición de usar el teléfono o que aún al leerlos no podían entender por qué no podían usar sus teléfonos en un mundo en el que el uso del teléfono se ha convertido en algo casi tan vital como respirar.

Tal vez algún día el mundo cambie y la libre circulación de las personas, como ocurre con la libre circulación de mercancías, salvo las drogas ilegales y el uranio y el plutonio con fines terroristas, sea posible. Hasta entonces, nos tenemos que conformar con sufrir las fronteras, tan artificiales que no se pueden ver desde el espacio, y las banderas, esos símbolos que más que unir dividen a las gentes que habitamos este planeta.

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